martes, 6 de marzo de 2007

Suela




Suela

Hoy me salieron mis primeras canas


El dueño de la casita amarilla, el de los sombreros infinitos, se había decidido por fin. En su oficio de zapatero era conocido como el mejor de todos. Su barba lunga le daba un respeto implícito y una consideración especial en cuanto a su intelecto. Era por eso que todos los infantes del pueblo se acercaban a conversar con él, a mirarlo, a imitarlo. Su altura (metro noventa y tres) dejaba siempre boquiabiertos a todos estos pequeños inspectores. No había niño que desobedeciera las órdenes de su padre, cuando de llevar los zapatos descompuestos al zapatero remendón, se trataba. Los más osados le robaban las tijeras a sus madres con la única intención de poder rebajarle una poca de barba. Les encantaba comer espagueti, tenerlos en la boca, colgárselos hasta el pecho. Algunos se habían hecho barbas con piel de oveja, otros creían que lavándose la cara tres veces al día, con sal y pelos robados, podrían hacer brotar de sus cutis de damasco, barba lunga.


Siempre al llegar los viernes, todos los niños hacían un corro en el umbral de la casita amarilla, alrededor de la mecedora de mimbre, donde se sentaba a tomar la siesta o a leer. Apenas lo veían acercarse por la puerta falsa todos aplaudían y gritaban. Las siestas del zapatero a lo mucho duraban una hora; sin embargo, cuando se sentía inspirado declamaba ante su concurrida audiencia alguna que otra anécdota sobre su vida; como cuando cosió el zapato más grande del mundo, o halló un zapato de oro en una góndola rosada, o cuando salvó de la muerte a un enano que se había caído en un agujero con solo uno de los cordones de sus zapatos.


Pero eso sí, y todos los pequeñuelos lo sabían: Nunca había que distraerlo cuando leía el diccionario o cuando se extasiaba mirando su reloj de pulsera o su oxidada brújula. Usaba unas gafas de marco rojizo, de lunas cieguísimas. Yo logré comprobarlo la vez que me las puse. No era difícil hacerlo ya que siempre andaba sin ellas; decía que no le importaba ver mal, si podía respirar, que ya había visto suficientes cosas hermosas, suficientes colores, suficientes caras. En el taller del zapatero y en toda su casa se hallaban cientos de sombreros, de distinto color, de distinto material, cónicos, de ala ancha, de fieltro, de lana, de junco. Todos colgados, regados, escondidos.

Ninguno se repetía, ninguno.


Muchas de las historias que el viejo narraba sentado sobre su mecedora de mimbre, terminaban contradiciéndose, muchas por no decir todas; pero, lo que sí se conocía a ciencia cierta era su origen ítalo. Había nacido en Florencia y crecido en Bari, Puglia. Fue en barco y por motivos desconocidos que llegó a nuestro pueblito. Aquel día todos los miembros de mi aldea acordaron organizar una reunión en honor a él. La falta que nos haría un personaje así ¿Quién no podría echarlo de menos? ¿Quién?

¿La casita amarilla en venta? Nadie dijo: ¿ Por qué ?


A decir verdad ninguno de los adultos había tenido interés por conversar largo y tendido con el viejo, nadie le había dado ni un minuto de su tiempo ya que todos los mayores tenían molinos, animales que cuidar, hijos que alimentar, mujeres que conquistar. Solamente los párvulos se la pasaban revoloteando como pajarillos traviesos alrededor suyo. No había día ni noche en que no dejara de reparar un zapato, siempre tenía entregas que hacer, algo rarísimo siendo tan pocos los habitantes en el pueblo. Todas las familias mandaban a embetunar y a lustrar su calzado y la paga o era al contado o a deber.


Aquella noche, la noche de su despedida, hubo mucha espuma en la taberna, muchos corchos descorchados y una sonrisa nunca antes vista por parte del viejo zapatero. Solo los hombres del pueblo y las mujeres solteras pudieron asistir ya que todas las madres tenían que vigilar a los niños dormir pues como era obvio ninguno quería ni pudo hacerlo. Por suerte gracias a mi hermana Margarita, quien me escondió debajo de sus faldas, pude asistir a dicha celebración. Ese día probé por primera vez champaña y también fumé un puro. El anfitrión de la velada, el Señor Horacio Del Río coció 3 becerros los cuales sirvió acompañados con panes recién horneados, el viejo de barba lunga derramó algunas lágrimas al agradecer el cariño con que los aldeanos lo estaban despidiendo. El Señor del Río recriminó su tristeza y le pidió a la orquesta que empezara a tocar mientras al unísono los demás aldeanos descorchaban la champaña y bebían a la salud de un sinnúmero de hombres, muertes, ciudades, victorias, amores imposibles. El zapatero, quien al final había cambiado su enorme sonrisa por la de un gesto calmado y reflexivo se descaló el sombrero de paja, se sacó los zapatos y los introdujo dentro del costal que traía consigo. Un mechón blanco le cayó sobre los ojos, nunca antes lo habíamos visto sin sombrero: "Queridos amigos, gracias por todo, adonde voy el sol no quema ni la piel se desgasta, el arcoiris tiene seis colores y la vida es infinita" contuvo la respiración un momento y luego el zapatero concluyó "Esta bolsa y su contenido ya no me pertenecen más, ya no tengo nada que decirles ni contarles, hoy mismo emprenderé mi huida hacia la felicidad, adiós para siempre" Pude ver al viejo zapatero salir descalzo de la taberna, intenté seguirlo pero desapareció en la oscuridad de la noche.


A la mañana siguiente todo el pueblo estaba ebrio y el piso de tierra lleno de pica pica y papeles de piñata, un hombre sin barba y sin zapatos sacaba el letrero de "se vende" de la casita amarilla.

Un cartero, tostado por el sol, llegó a caballo con un paquete pequeño el cual tiró en la entrada de la casa amarilla.

El hombre sin barba y sin zapatos siguió limpiando como si nada hubiera pasado; sin embargo nosotros, mis amigos y yo, nos hicimos, cautelosamente, del paquete. Grande fue mi sorpresa cuando al abrir la caja me encontré con el costal de los sombreros pero esta vez vacío. Había una nota que decía: hecho para hacer carreras de costales. Juan fue el primero en saltar con el y así lo hicieron uno tras otro, los demás; Guillermo, Rodrigo, Octavio, el costal se ensanchaba lo suficiente como para que 10 ó 15 niños saltaran al mismo tiempo, en total éramos 20 y ninguno de nosotros tuvo problemas para caber, llegamos a saltar todos juntos sin caernos.