martes, 15 de mayo de 2007

Derrotero (per cápita)

El mar orillaba a mi derecha. El río sangraba estrechamente a mi izquierda. Caminábamos como por un puente arenado. Héctor me llevaba 100 pasos.



- Los sonidos cadenciaban: Primero sonaba el sonsonete marino, luego el serpenteante caudal dulce.


Mis pasos eran secos y lentos, Héctor no volteaba ni se detenía, parecía no cansarse. Llevaba puesta una camisa blanca arremangada hasta los bíceps y un pantalón color naranja bajo los talones. Traía el pelo largo anudado con una liga rota, su espalda estaba manchada de mostaza. No sabría decir exactamente de qué. A medida que avanzábamos más y más uno se sentía despojado, esterilizado, en esa nada que a la vez era algo.




Como colgadas por la bóveda inescrutable del cielo unas aves violáceas se mantenían estáticas dejando caer una sustancia mucosa color amarillo oscuro. Tuve dificultades y me costó mucho esfuerzo; sin embargo, a pesar de esto, retomé la marcha, intacto e impoluto.
Siempre que intentaba gritar invocando a que Héctor me esperase aparecía una humareda blanca delante mío.







Las huellas de Héctor comenzaron a metamorfosearse en letras. Las primeras que pude ver fueron una l, una ñ, una k, una m, una z, una f, una q. Pisé una manzana podrida y pensé en recogerla, empero, me fue imposible, mi cuerpo no seguía mis órdenes.




Al ver que las letras empezaban a metamorfosearse en puntos, mi expectación por volver a leer una se incrementó. De un modo maquiavélico esas huellas, todas ordenadas verticalmente y a la misma distancia como dejadas caer del cielo, volvieron a aparecer. Primero fue una l, luego una a, luego una v, esta vez el caer parecía no ser una suerte del azar, tomaba cierto sentido.


La penúltima letra fue una d y la letra final una a.
Leí la frase mentalmente, varias veces: La vida lívida.

Héctor, grité. La humareda me opacó.







Estaba colérico y lleno de furia. Harto de tanta signada represión. Miré a Héctor con los ojos entornados como quién va a lanzar un dardo y comencé a correr con todas mis fuerzas, como nunca antes en mi vida. Sentí unas manos horrendas, detrás, que me sujetaron con fuerza.
No cedí. No podrán. Ahhhhhhhh-ahhhhhhhhhh-ahhhhhhhhhhh-ahhhhhhhhhhh.


Por fin pude correr libremente. Ya estaba a 10 pasos de Héctor, quería contarle lo que había leído, lo que me decían sus pies, sus huellas, sus letras; pero cuando estaba a punto de prenderme de su camisa y de su mancha mostaza, Héctor, sin voltear, volvió a adelantárseme 100 pasos. Caí de bruces sobre la arena. Al parecer mi codo se había lastimado ya que sangraba.
Estaba exhausto. Busqué secarme el sudor pero no me había mojado. Estaba seco, jadeante.


- A pesar del sol rosado que nos mantenía calientes los cuerpos, el sudor no nos había empapado. No sudaba. Sí lloraba, sí lloraba y desconsoladamente.

Sin darme cuenta estaba gateando, aruñando mis manos magulladas. No había perdido el ritmo ni la distancia, todo permanecía diametralmente intacto.
Me puse de pie.


Al instante escuché un graznar de cuervos, un graznar lejano. Iba a gritar pero recordé la humareda. Héctor, pensé. Mis ojos mojados ya no tenían lágrimas. Al alzar la mirada con la aceptación implícita del autoritarismo fatal, casi rezo de felicidad, al ver que Héctor se había animado a esperarme. Estaba en cuclillas, al parecer escuchando el mar cuya marea iba a un ritmo in crescendo.

Caminé sin alterarme pero sí sollozando. Por fin podremos irnos o al menos ir juntos, amigo.
Héctor giró hacia mí. Pude ver su mirada perdida, su rostro empalidecido, tuve miedo. Sus manos sostenían un objeto blanco, un objeto que solo pude identificar recién cuando lo tenía a 20 pasos: Una caracola ¡Qué locura Héctor! Pero si tienes el mar a tus espaldas, eres ocurrente. Deja eso, suéltalo, pensaba decirle.
Comencé a desacelerar mi andar, prefería ir despacio, atento. Ya verás Héctor, verás como salimos de esta. Héctor volvió a girar y se sentó mirando el poner del sol. Sí, el sol ya se estaba poniendo. Se colocó la caracola en el oído y así se quedó, como una estatua, con extasiados ojos, con el gesto de como quien escucha un gran consejo, una respuesta salvadora.

Tenía que quitarle la caracola, estaba clarísimo. Si lograba hacerlo él se distraería, me observaría, me reconocería.
Estaba a 1 paso. Estiré mi brazo lo más que pude, busqué rasguñarlo, intenté llevar mi cuerpo sobre el suyo pero mi andar continuó como si nada, siempre hacia una sola dirección, siempre hacia la nada. Todo fue en vano. Me sentía como una flecha, como una bala perdida. No lo pude asir.
Introduje mi mano izquierda en mi bolsillo derecho y encontré un carozo húmedo, el cuál aventé hacia él, dándole en la cabeza. Héctor reaccionó, buscó, se alteró.

Héctor, estoy aquí (moviendo las manos)
Héeeeeeeeeector
¿Cómo no puede verme?
Héctooooooooor
Me anegué en mi propio eco


Héctor, desorientado volvió a ver el sol y a concentrarse en su escuchar. Héctor nunca más se movió.

Héctor, Héctooooor. La humareda me envolvió completamente, esta vez no dejé de gritar. El graznar de los cuervos me ensordecía. Mis oídos se habían taponado. Ya no escuchaba nada. Toda la bandada se vino hacia mí. La marea creció. Estaba hundido hasta las rodillas en un barro asqueroso, pestilente, movedizo. Por más que intentaba era inútil zafarme, estaba destinado a morir, a morir, a morir enterrado en estas miasmas. De pronto, cogiéndome de las ropas, los cuervos me elevaron, me alejaron….

Eso fue lo que soñé.
-Diablos. Y pensar que Héctor y yo estuvimos buscando unas pastillas
de secan…, de secanno.

¿ De secanal?
-Sí.

¿Pastillas de secanal? ¿Ayer también?
- Sí


Ayer me levanté tarde. Y bueno...... eso fue lo que soñé.
- Y luego te enteraste de que se pegó un tiro.





A la eternidad

1 comentario:

Velvetina dijo...

...Engranpame la vida, engrampame los sueños... y dejame volar.